Hace unos años, Eduardo Galeano escribió "El Libro De Los Abrazos". Es un conjunto de pequeñas historias, fábulas, verdades, manifiestos, crónicas, celebraciones y elogios de las cosas insignificantes de la vida que al final, resultan ser las más importantes. Un libro en el que la vida, cruda y al descubierto, baila con la poesía para mostrarse pletórica a pesar de las magulladuras a las que la sometemos. Nos ofrece páginas por las que deslizarnos en una mezcla entre lo real y lo fantástico, sólo como Galeano sabe hacerlo: creando su propio universo y provocando sutilmente al lector para sumergirse en él. Hay abrazos que se guardan toda la vida, abrazos inolvidables, sentidos y también de los otros, fríos, metálicos, abrazos que no debieron ser. Nunca olvidaremos el abrazo de una amiga, abrazo fuerte y contenido, un abrazo de despedida. Abrazos de pareja, de amigos, de despedidas, de reencuentros, de cariño, de protocolo. Abrazo cortos, largos, apretados, tímidos. Un abrazo es una forma de compartir alegrías, consuelo en el dolor. Los abrazos ponen al descubierto, nuestros sentimientos, nuestros miedos. Un abrazo es dejarse llevar mecidos en la ternura. Un buen abrazo permite refugiamos en los brazos de otro, aunque en ocasiones sintamos el vacío de no poder completar un abrazo, de no poder terminarlo, de dejarlo inconcluso en la memoria. Otros abrazos, fingidos, te envuelven de engaño escondiendo cuchillos. El abrazo es un lenguaje que vale la pena descifrar ya que un abrazo reemplaza a las palabras. ¿Quién no necesita en algún momento de su vida guarecerse entre unos brazos llenos de ternura? Un proverbio dice que necesitamos cuatro abrazos diarios para sobrevivir, ocho para mantenernos y doce para crecer.
Hay muchas formas de definir a Francisco de Asís. Los estudiosos han dicho cosas sublimes de él: que era el hombre de la gracia, del siglo futuro, el nuevo Jesucristo, la luminaria de la Edad Media , etc. Pero, de una forma más vital, Francisco podría definirse como el hombre de los abrazos, aquel que supo abrazar realmente a todos y a todo. Ya desde el comienzo, tras su convulso y largo proceso de conversión, él se sintió llamado a un estilo de vida nueva y se dio a él con ahínco. Pero muy pronto se le juntaron hermanos de todo tipo: sacerdotes, ricos, pobres, cultos, sencillos, gente interesada. No puso ninguna pega a nadie, recibió a todos, abrazó a todos. Con tal de que el Evangelio de Jesús les interesara de verdad, ya no había condiciones. Cuando, ya mayor, echaba la vista atrás repetía: “El Señor me dio hermanos”. Fueron para él como un don de Jesús y los abrazó con toda calidez, con todo cuidado. Alguno de sus amigos le daban el calificativo de “madre” en vez de padre. Fue el regazo cálido de una madre para quienes buscaban la fraternidad.
Así entendemos aquellos “años locos “del principio, cuando, volviendo de Roma llenos de gozo porque el Papa había “aprobado” su estilo de vida, quisieron instalarse en el campo del Valle de Rieti. Decían que buscaban la oración y era verdad. Pero, en realidad, disfrutaban de las mieles del abrazo, de la verdad de la acogida sencilla, del gozo del encuentro. Pero pronto los sacaron de aquella “luna de miel”. La misma hermana Clara, aguda y fiel, les mandó a decir que las demás personas, los pobres y sencillos campesinos de las aldeas necesitaban también de sus abrazos, porque el frío del alma de la persona es mucha. Y ellos, no guardaron sus abrazos para ellos solos. Se lanzaron a los pueblos para ofrecer aquel nuevo estilo de vida, el que incluía el amor y el abrazo como núcleo de más honda verdad.
El abrazo a la gente fue siempre sincero y amable, cuidadoso y delicado, respetuoso. No se cansaba Francisco de decir a sus hermanos: “Si vais a un lugar y no os reciben, marchaos a otros; sed benignos; lo vuestro es anunciar la paz”. Desde aquel memorable abrazo que Francisco había dado en sus años jóvenes a un leproso, había aprendido que las dolencias del alma son tan importantes como las del cuerpo. Y que aquellas solamente se curan a base de abrazos. Había visto su propia vida abrazada por Jesús y quería repetir esa terapia en toda persona que arrastra cualquier mal, que sufre cualquier peso. Sin duda que la tal terapia dio estupendos resultados y que el dolor de la gente sencilla menguaba cuando los hermanos los envolvían en sus abrazos sencillos y sin doblez.
Tan potente era la fuente de la que brotaban aquellos abrazos que éstos se extendían no solamente a las personas, sino incluso a las cosas. El sol, la luna, la tierra, las plantas, los gusanos, las piedras, el fuego, eran de verdad “hermanas”. Francisco aprendió por intuición espiritual lo que nosotros hemos aprendido por la ciencia: que nuestros códigos genéticos son tan próximos que todos los elementos de la realidad muestran que somos de la misma familia y que, por lo tanto, el abrazo ha de extenderse a todas las cosas. Cuando Francisco estaba casi para morir, quedó prácticamente ciego. El médico del Papa le practicó una operación, tan dolorosa como inútil, para intentar devolverle algo de visión. Se trataba de quemar el nervio óptico creyendo que así vería más. Cuando el médico iba a hacer la terrible operación, Francisco habló al fuego como a un hermano: “Hermano fuego, yo siempre he hablado bien de ti; sé tú ahora benigno conmigo”. Dicen las viejas crónicas que la cauterización no le hizo daño. Su abrazo se extendía a todos los seres y por eso pudo ser y llamarse hermano universal.
Desde el comienzo, ya lo hemos dicho, el mejor abrazo fue para los hermanos, para la fraternidad. Pero ésta, por la evolución de los acontecimientos, le hizo sufrir mucho, sobre todo al final de su vida. Hablando humanamente se puede decir que Francisco tuvo mil y un motivos para renegar de una comunidad que derivaba hacia caminos que no eran los que él había marcado al principio. Pero no lo hizo. Él siguió siendo hermano igual que al comienzo. Su abrazo estaba ahora hecho de sufrimiento y de dolor, envuelto en lágrimas. Pero siguió abrazando a los hermanos porque creyó firmemente que si se rompía aquel abrazo, si se quebraba la fraternidad, nada ya tendría sentido. Su sueño lo había expresado hacía muchos años: “Quiero que mi hermanos se llamen hermanos menores”. Y él mantuvo ese sueño por encima de todo.
Nada de esto habría sido posible sin el gran abrazo, aquel que Jesús crucificado dio a Francisco, abrazo estrecho, gozoso y doloroso, con el que vivió toda su vida y que, al final, dejó incluso en su cuerpo su más queridas marcas. No habría podido resistir sin aquel abrazo de vida, no habría encontrado la senda cuando corría el riesgo de verse perdido, no habría dado de nuevo con el gozo cuando las lágrimas brotaban como una fuente, no habría escuchado la voz gozosa del Maestro cuando el silencio hondo y cruel parecía tragárselo todo. Él creyó, y acertó, que si se abrazaba al Crucificado su ideal estaba salvado y su vida nunca perdería sentido. Y así fue. Aferrado al ardiente abrazo de Jesús se mantuvo hombre de fe y de fraternidad hasta el final.
Hombre de abrazos, eso es lo que fue Francisco en su vida; eso enseñó a sus hermanos; eso es lo que dejó como mensaje y legado. Puede parecer una manera banal, superficial, de entender a Francisco, pero hay un hondo misterio en su vida abrazada y abrazante. Más aún, ¿no siguen siendo los abrazos un remedio para muchas de nuestras limitaciones? ¿No siguen siendo el vehículo de muchos gozos? ¿Cómo sería un mundo, una sociedad, una persona más abrazada, más querida? Se puede decir, en serio, que uno de los “apostolados” del buen franciscano/a es el abrazo. Una persona franciscana que no sepa abrazar, que no practique con profusión la técnica de los abrazos, que no tenga facilidad para abrir los brazos y el corazón, aún no ha entendido bien a Francisco y a Clara. El franciscanismo es, entre otras cosas, una escuela de abrazos. Porque ése es el camino bueno para la fraternidad.
Fidel Aizpurúa Donazar
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